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20 abril 2024
20 abril 2024

Elena Sáez Arjona: EL PODER ARBITRARIO

El buen ciudadano ‒proclamaba el sabio Cicerón‒ es aquel que no puede tolerar en su patria un poder que pretenda hacerse superior a las leyes. El Diccionario de la Real Academia española define el adjetivo arbitrario como «sujeto a la libre voluntad o al capricho antes que a la ley o a la razón». La arbitrariedad define un gobierno que no se somete a reglas, por ello, todo poder arbitrario simboliza el paraíso del despotismo, como es la dictadura del proletariado o, anteriormente, el despotismo ilustrado: “todo para el pueblo pero sin el pueblo”.

El poder arbitrario es aquel que se ejerce más allá de las leyes «donde empieza la tiranía». Y desde la Antigüedad clásica muchos han sido los textos normativos promulgados para controlar ese poder: desde leyes escritas de Dracón en el siglo VII a.C., o el Digesto en Roma; pasando por la Carta Magna inglesa en la Edad Media, o los Privilegios de la Unión Aragonesa; la propia Declaración de Independencia de 14 de julio de 1776 hasta nuestras Cortes de Cádiz.

El actual Gobierno del Reino de España, que no se preocupa por la arbitrariedad política que detenta, al margen de la voluntad y los derechos de los ciudadanos, indulta a los nueve condenados a prisión por el procés. Los decretos de indulto modifican la clásica adición ‒vacía de contenido‒ «justicia y equidad» por «razones de utilidad pública». Indultos «arbitrarios» como ha señalado el magistrado del Tribunal Constitucional y de la Audiencia Nacional, Enrique López, porque precisamente, no existen razones de utilidad pública si van contra el interés general. Ya lo dijo Voltaire: «el último grado de perversidad es hacer servir las leyes para la injusticia».

Otro lamentable episodio es el reparto «arbitrario» de los fondos de reconstrucción procedentes de la Unión Europea con la promulgación del Real Decreto 902/2021, de 19 de octubre, en el que se conceden nueve millones de euros a cuatro regiones. Concesión que, como no podía ser de otro modo, ha sido recurrido ante el Tribunal Supremo. Desde luego, todo un alarde de transparencia en la gestión económica.

Un tercer ejemplo de despotismo es la «grave arbitrariedad por los lazos chavistas» que titulaba un importante diario de difusión nacional. Son vínculos constatados a través de los cuales Podemos ‒condicionando al Gobierno‒ ha conseguido que Interior haya rechazado la concesión de asilo al opositor venezolano Hugo Alejandro Mora, militante del partido Primero Justicia, a favor de la democracia y contra la represión del régimen chavista o madurista “tanto monta, monta tanto”.

Un freno a tanta arbitrariedad se produce en el mes de julio de 2021 cuando conocimos la sentencia del Tribunal Constitucional por la que se declaraban inconstitucionales varios preceptos del Real Decreto 463/2020, por el que se aprobó el primer Estado de Alarma en España a causa del virus SARS-CoV2. En la reciente sentencia de fecha 27 de octubre de 2021, el Tribunal Constitucional volvió a declarar nulos determinados preceptos del Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, por el que se decretó el segundo estado de alarma para contener la propagación de infecciones del SARS-CoV-2.

El Tribunal Constitucional ha declarado la inconstitucionalidad de la prórroga de seis meses del estado de alarma en estos términos: «lo que importa subrayar es que ni las apelaciones a la necesidad pueden hacerse valer por encima de la legalidad, ni los intereses generales pueden prevalecer sobre los derechos fundamentales al margen de la ley». Habría que recordarle al Gobierno que el artículo 9 de nuestra Constitución garantiza el principio de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.

La prórroga de los seis meses sirvió «para cancelar el régimen de control que, en garantía de los derechos de todos, corresponde al Congreso de los Diputados». Aunque los poderes públicos democráticos debieran ser responsables, para controlar jurídicamente la arbitrariedad, Kelsen propuso a principios del siglo XX la creación de un Tribunal Constitucional que revisara, en caso de discusión política, si una determinada ley se había preservado dentro de los límites de la constitucionalidad. La forma eficaz de controlar el Poder Ejecutivo pasa por atribuir a los tribunales la capacidad de anular las leyes inconstitucionales. Por eso nos recuerda Montesquieu que «tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativo ni del ejecutivo».

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